Era una casa pequeña y las únicas paredes de dentro eran las que delimitaban el baño. Había pocos muebles, lo bastante, sin embargo, era un lugar bello y acogedor, de donde se podía mirar el mar. Los árboles que había en el alrededor de la casa le daban un aire sencillo y encantador. Las olas del mar, que estaba tan cerca, sonaban como una canción que apaziguaba el espíritu de la chica, dueña y amante de ese agradable palacete.
En las noches en que el cielo se quedaba limpio, la claridad de la luna adentraba por las ventanas grandes y sin cortinas, alumbraba la cama y producía sombras y reflejos por toda la casa. No había vecinos, no pasaban coches por allí, tampoco se podía oír los sonidos tan comunes a las grandes ciudades. Era un refugio lejos de todo y de todos.
Para poner en orden su vida, la chica solía apartarse del mundo real, y era ese el sitio donde le gustaba quedarse. Era ese el lugar donde sus pensamientos parecían arreglarse. Era ese su palacio, donde el tiempo no más huía de sus manos. Era ese su hogar.
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